Por Jaime Restrepo Vásquez
¡Claro que la discusión debe darse desde la moral! Ni más
faltaba que el enfoque de principios y valores sea sacado a patadas del debate
público: Es legítimo cuestionar al presidente por su visita furtiva a un prostíbulo en Europa, así como por su encuentro romántico con un travesti
en Panamá.
¿Por qué el afán de excluir los principios y valores
judeocristianos? La respuesta es simple: porque esos han sido los pilares sobre
los que se ha construido la civilización occidental, la misma que está bajo
ataque de corrientes retrógradas y excluyentes como el islamismo y
el comunismo y que Petro anhela derrumbar por completo.
Entonces, resultan válidos los cuestionamientos a Petro bajo
la óptica de la moral. Que un tipo que se suponía casado se vaya de putas —como
se dice en España— es un acto de traición al pacto que selló con su cónyuge. Que,
además, sin miramientos, decida dar ese tipo de ejemplo a sus vástagos, resulta
condenable.
Pero lo de Portugal es una más de las evidencias de la
amoralidad presidencial. Salir tomado de la mano con un travesti, o con
cualquier persona que no sea la cónyuge con la que engañó al país mostrándose
como un sujeto casado y estable —una más de las estafas propagandísticas de
Petro— muestra el talante de un individuo que no tiene límites éticos, ni
frenos morales, ni algún tipo de principio o valor que rija su vida.
Si a lo anterior le sumamos su cada vez más evidente consumo de sustancias psicoactivas y el alicoramiento cotidiano con el que aparece en eventos
e incluso en transmisiones de televisión, el resultado resulta contundente: es
un tipo indigno de ostentar la Presidencia de la República.
Petro salió al paso de su amoralidad, afirmando que es un
ser libre. Desde hace varias décadas aprendí de mi profesor Álvaro Sabogal
Mantilla, que libertad es hacer bien lo que debemos hacer. En otras palabras,
la libertad implica el respeto por las normas y costumbres que rigen el
comportamiento de nuestra sociedad.
Más allá del debate de si vivimos en una sociedad retrógrada,
el asunto es que los colombianos rechazamos, sea genuina o hipócritamente, el
adulterio, la infidelidad y el pago de servicios sexuales, sobre todo si se
tiene en cuenta que pudo asistir al burdel utilizando dineros públicos. De hecho,
Petro ha buscado, con decidido empeño, meternos en la ventana de Overton,
al querer ubicar sus prácticas depravadas en el epicentro del debate, tratando
de convertirlas en aceptables y normales.
Algunos buenistas dirán que en los países desarrollados se aceptan
las conductas depravadas. ¿Será que Bill Clinton piensa lo mismo después de Monica
Lewinsky? Ni hablar de España, en donde la Fundación Andaluza Fondo de
Formación y Empleo terminó en el ojo del huracán por gastar miles de euros en
prostíbulos. Entre tanto, en Agda, Francia, el alcalde de la ciudad terminó renunciando
a su cargo tras descubrirse su participación en fiestas sexuales.
Para que no queden dudas de que en toda nuestra civilización
occidental se exige honestidad en las relaciones personales y lealtad a la
familia, el caso del príncipe Andrés es contundente: su relación con el depravado
Jeffrey Epstein y las acusaciones por abuso sexual provocaron su caída definitiva
y la pérdida de sus títulos reales.
Es que Petro debería responder si pensó siquiera que en el lupanar
en el que seguramente desfogó sus necesidades fisiológicas estaban varias
mujeres colombianas, víctimas de la trata de personas o si, por el contrario,
sus apetitos primitivos, esos que no es capaz de controlar, le impidieron, como de
costumbre, entender que su acción pudo contribuir a la profundización de ese
negocio criminal en el que caen muchas compatriotas.
No nos llamemos a engaños: Petro quiere la desmoralización de Colombia y en ese propósito es protagonista permanente de ataques contra la moral en todas sus dimensiones, ya sea con sus gestos, con su violencia contra las autoridades y la institucionalidad, con sus presentaciones públicas borracho o drogado, con su salida romántica en Panamá o con su visita a un prostíbulo en Lisboa, la que pudo hacer gracias a los recursos públicos que gastó en su travesía por Europa.

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