LOS PRIMEROS EN ABANDONAR EL TITANIC (La desbandada del régimen y el inicio del colapso)


Por Martín Eduardo Botero

@boteroitaly


Washington encendió la mecha.

La inclusión de Gustavo Petro, su entorno familiar y su ministro Armando Benedetti en la lista OFAC no es un gesto simbólico ni una represalia política: es la primera ficha de un dominó que amenaza con derribar el sistema de poder que se apoderó de Colombia bajo el disfraz del progresismo y la retórica moral.

En cuestión de horas, el país ha comenzado a presenciar un espectáculo predecible y patético: los primeros en abandonar el barco.

Los mismos que ayer aplaudían el verbo incendiario del presidente, hoy ensayan un nuevo lenguaje: el de la distancia prudente.

Ya no lo llaman “nuestro líder”, sino “el presidente de la República”.

Ya no invocan “ataques imperialistas”, sino “un momento complejo en las relaciones bilaterales”.

Y los comunicados que circulan desde los partidos del Pacto Histórico parecen escritos por relojeros del miedo: no lo defienden, lo lamentan; no lo acompañan, lo explican.

El naufragio político —como siempre— empieza en los silencios.

Primero callan los ministros, luego los embajadores, después los aliados que “no se pronuncian porque están reflexionando”.

Hasta que los partidos, expertos en la gramática de la cobardía, publican comunicados tibios, cubiertos de eufemismos, para decir sin decir, y defender sin comprometerse.

Así se desmorona un régimen: no con un estallido heroico, sino con el rumor cobarde de las ratas que huyen del barco.

Y mientras el capitán niega el impacto, los músicos afinan sus violines sabiendo que ya nadie baila.

Los músicos del Titanic

Mientras los oportunistas buscan botes salvavidas y los cortesanos corren a redactar sus renuncias preventivas, algunos permanecen en la cubierta.

Son los verdaderos escuderos del naufragio: los que, por lealtad, por cálculo o por simple ceguera, seguirán tocando hasta el último minuto.

Ministros que todavía repiten el libreto oxidado de la “soberanía nacional”; asesores que juran que todo es un montaje orquestado por Washington; periodistas de nómina que improvisan teorías de conspiración para justificar lo injustificable.

Todos ellos forman la orquesta del hundimiento: una sinfonía de negaciones, discursos huecos y fidelidades tardías.

Quizás algunos sean dignos, pero están condenados.

Serán recordados no por su música, sino por haber tocado mientras el agua les subía a los tobillos y la patria se iba al fondo.

La historia está escrita: los primeros en abandonar el Titanic serán los más ruidosos en negar que alguna vez subieron a bordo.

Mañana los veremos en foros internacionales hablando de ética, transparencia y derechos humanos, blanqueando con palabras lo que ensuciaron con silencios.

Serán los mismos que, cuando el barco avanzaba hacia el iceberg, aplaudían el rumbo y brindaban por el capitán.

Pero los que se quedaron —los músicos del régimen, los guardianes del delirio— no tendrán escapatoria.

Ellos se hundirán junto al capitán, como símbolos de una lealtad sin razón y de una ceguera sin retorno.

Y en el silencio final, cuando el agua cubra las luces del Palacio, quedará solo el eco de una sinfonía desafinada: la de un gobierno que confundió la revolución con el saqueo, la justicia con la venganza y el Estado con su propio espejo.

El crepúsculo del régimen

El régimen ya no puede defenderse ni con retórica.

Las sanciones no se discuten en asambleas ni en mítines, sino en tribunales financieros donde la ideología no sirve de excusa y los discursos no mueven cifras.

El discurso antiimperialista no abre cuentas bloqueadas, no desbloquea transferencias ni limpia nombres de listas negras.

La narrativa de la resistencia sirve para agitar multitudes, no para responder ante el sistema bancario internacional.

Por eso los comunicados de defensa son tan débiles: no buscan convencer a Washington, sino tranquilizar a la opinión nacional, como si el problema fuera de percepción y no de corrupción.

Pero ya nadie cree en un poder que confunde soberanía con complicidad, ni en un presidente que llama dignidad a la impunidad.

La verdad es más simple y más brutal: el poder se les acabó no porque alguien lo arrebatara, sino porque se vació de legitimidad.

Epílogo: el orgullo antes del agua

El Titanic no se hundió por el hielo, sino por el orgullo de creerse invencible.

Así también se hunden los gobiernos que confunden el poder con el destino y la autoridad con la impunidad.

Petro no cae por una sanción extranjera: cae porque ya nadie en su propio barco cree en el rumbo.

El naufragio comenzó el día en que el capitán decidió navegar contra la verdad.

Y cuando los primeros en huir sean también los primeros en pedir perdón, la historia sabrá reconocer que los verdaderos culpables no fueron los músicos ni los marineros, sino el capitán que juró que el océano obedecía sus órdenes, y terminó ahogado por su propio reflejo.

Amén

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