Por
Jaime Restrepo Vásquez
Uno
aspiraría a que el debate sobre la reforma a la salud se diera desde los
argumentos y no desde las falacias y arengas repletas de mentiras,
exageraciones y medias verdades. Pero eso no es posible en Colombia.
Además,
los lambones de Petro, que son las bodegas que tratan de neutralizar los
argumentos que contradicen y dejan en ridículo al majadero presidente, son
alimentadas con relatos que están en contra de la verdad de los hechos.
La mayoría
de bodegueros petristas no tuvieron que padecer al Instituto de Seguros
Sociales, una máquina formidable de desgreño, corrupción, clientelismo e
ineficiencia. Las filas que hoy se ven en las farmacias de las EPS eran el pan
de cada día para pedir una cita con un médico general.
Se tenía
que madrugar a las tres o cuatro de la mañana para lograr un cupo con cualquier
médico. Muchos adultos mayores en soledad se veían obligados a semejante abuso,
pese a los recursos multimillonarios que manejaba la principal cueva de
politiquería que existía en Colombia.
Además,
el asistir a urgencias era una aventura de la que no se podía salir bien
librado. Mi madre, una mujer adulta mayor, tuvo una hemorragia nasal durante un
par de horas y al no detenerse, pidió que la llevara a urgencias a la clínica
San Pedro Claver en Bogotá.
Después
de un buen rato, finalmente tuvieron la «misericordia» de atenderla. Para
taponar la hemorragia, la médica que la atendía pidió gasa y la enfermera que
la asistía le dijo que no había. Tampoco tenían algodón ni algún material para
atender la emergencia.
Entonces,
la médica —seguramente de esas profesionales valientes que se formaron en
aquella época en hospitales de combate— agarró una sábana, la rasgó e hizo el
tapón para tratar de detener la hemorragia.
¿Una
sábana sin ningún tipo de asepsia? Bueno, era el Seguro Social, ese sistema de
privilegiados que atendía, con innumerables falencias, a menos del 30 % de la
población colombiana.
Al ver
lo que había pasado, decidí imponerme y llevarla a un sitio en el que, por lo
menos, tuvieran gasas estériles y algodón, dos materiales que son básicos en
cualquier sala de urgencias. Al final de la situación, la emergencia se pagó
dos veces: una con el descuento por salud que le hacían a mi madre de la
pensión y otra, la que salió de mi bolsillo.
¿Y qué
pasaba con los miles de ciudadanos que no tenían el dinero para pagar una
atención particular? Pues se devolvían a sus casas con una sábana rasgada y
sucia en la nariz, o con las soluciones de combate que encontraban los médicos
ante la paupérrima condición de dotación que tenía el Instituto.
El
Seguro Social era un pozo sin fondo. Allí parasitaban miles de corbatas y
clientelas de los políticos de turno, con sueldos extraordinarios, en cargos
absurdos, mientras que el ISS se resistía a contratar personal sanitario para
atender a los pacientes.
Además,
era tan crítica la situación que en muchos lugares de Colombia, en los
dispensarios del ISS tenían administradores, secretarias, asistentes de las
secretarias y miles de ocurrencias más, pero no tenían médicos ni enfermeras.
Eso pasa
cuando el Estado es el dueño y operador de una empresa. Lo que hizo la Ley 100
fue humanizar el servicio, abrir la puerta a la universalización de la salud y
quitarle a la kakistocracia colombiana el control de esa fuente casi inagotable
de recursos que eran desviados a la corrupción y a la compra de votos.
Al
parecer, los ignorantes que no padecieron al ISS anhelan, conforme al
adoctrinamiento que recibieron, volver a esas épocas para buscar las «palancas»
políticas que sean la llave para que alguien sea atendido en el sistema de
salud.
Si no
hay plata, como dice el majadero presidente, para atender el incremento real de
la UPC, el país debería ver que esa desfinanciación se debe, en buena medida, a
la ocurrencia de Petro de acabar con la exploración y explotación de
hidrocarburos, lo que ha significado que millones de dólares dejen de entrar a
las arcas del Estado.
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